viernes, 18 de julio de 2008

LECTURA RECOMENDADA.ART. PEPE ELIASCHEV

Por Pepe Eliaschev | 17 de Julio del 2008 |

Tratemos de poner un poco de orden

A las cuatro y media de la mañana del miércoles de un mes que habrá de
pasar seguramente al registro de la crónica más rica de la política
argentina, el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner experimentó una
derrota cuyas proporciones todavía no pueden ser debidamente estimadas.
Efectivamente, estamos en presencia de un traspié de enormes consecuencias.
La derrota en el Congreso Nacional del proyecto oficial de imponer un
esquema tributario al campo -que claramente era resistido por lo menos
la mitad del país-, resulta magnificada, precisamente, no tanto por las
virtudes de quienes se opusieron, sino por la omnipotencia con la que se
manejó el Gobierno desde el comienzo de toda esta saga.
Lo más importante a destacar, en todo caso, es que uno va del brazo del
otro. Quiero decir, un elemento acompaña al otro.
La derrota es -ciertamente- gruesa porque el vicepresidente de la Nación
tuvo que laudar y lo hizo en contra del Gobierno, pero además, la
proyección de este traspié se agiganta, precisamente por la omnipotencia
soberbia y arrogante con que se manejaba el oficialismo hasta esta
madrugada.
Los Kirchner han perdido el invicto, un invicto que venían arrastrando
más allá de la derrota pasajera de abril de 2003, cuando el entonces
gobernador santacruceño quedó segundo frente a Carlos Menem, y se quedó
con la Casa Rosada por el default del entonces candidato presidencial.
La realidad se muestra hoy en toda su crudeza para el Gobierno. El mundo
no era como se lo fantaseaba en el círculo cerrado de la Casa Rosada.
El oficialismo se ha manejado con una lógica fundamentalista. Y esta
lógica fundamentalista -maquillada con la idea de un recurso a las
instituciones, como si fuesen demócratas cabales-, desnuda su endeblez,
su vulnerabilidad con esta derrota.
Hablo de lógica fundamentalista travestida o maquillada, porque,
efectivamente, ha sido el Congreso el que acaba de pasarle la guadaña a
un proyecto oficial. Y esto es bueno considerando la perspectiva
democrática de la Argentina. Pero no convendría ser excesivamente
optimista en este sentido, ni autoengañarse imaginando que fue con mucha
felicidad que el kirchnerismo acudió al Congreso. Intentó evitarlo. Lo
gambeteó todo lo que pudo. Y finalmente, cuando fue al Congreso
golpeándose el pecho, en el sentido de que ésta era una exhibición de fe
en las instituciones, lo hizo porque no tenía más remedio que hacerlo.
En una palabra: fue una medida de ocasión. Yo no la caracterizaría de
oportunista pero, en todo caso, fue el resultado de su debilidad.
El voto contrario al Poder Ejecutivo del ingeniero Julio César Cleto
Cobos revela, además, que este criterio vertical, cerrado, blindado que
ha prevalecido desde mayo de 2003 en la Casa Rosada sin solución de
continuidad, ha estallado. Ya nadie podrá hablar ahora de concertación.
Ni hablemos de transversalidad. Son dos palabras esencialmente vaciadas
de contenido. Para el kirchnerismo concertar es someter. Para el
kirchnerismo la concertación era un acto de vasallaje. Han descubierto
sus propios límites.
El panorama que surge de la madrugada de la derrota oficial es patético,
cuando se acredita que de los 36 votos por el Gobierno, uno era de Ramón
Saadi, paradigma, quintaesencia y símbolo de la más rancia y anacrónica
de las políticas que –supuestamente- el progresismo kirchnerista venía a
superar.
Quiere decir que sin el voto de Saadi -cuyo acceso al Congreso fue
boicoteado claramente por la entonces senadora Cristina Fernández de
Kirchner en la década del Noventa-, el Gobierno hubiera perdido, incluso
sin desempate. Quiere decir que no alcanzaban los votos del Senado y el
empate es, en todo caso, el resultado de una connivencia con una persona
cuyo sólo apellido simboliza todo lo que la Argentina supuestamente
querría superar.
Acá, claramente, no ha sido el tema de las retenciones agropecuarias lo
que ha terminado primando. Es el modo. Y este modo no es una formalidad.
No es solamente un cambio de protocolo o el repudio a una estética. El
modo es una ideología. Y esta ideología se resume en un concepto clave
para el ejercicio del poder por la Casa Rosada: una implantación
vertical e incuestionable de lo que se quiere llevar adelante.
Además, hay algo esencial que ha sucedido en estas últimas horas: la
Argentina terminó de elaborar el duelo por la caída de Fernando de la
Rúa. Entre diciembre de 2001 y este julio de 2008 -a lo largo de siete
largos años-, el país vino tolerando, permitiendo, avalando y aceptando
una verticalidad del poder que supuestamente venía a superar la
indecisión de la época de Fernando de la Rúa. Esto, hoy, ya es
anacrónico. Cinco años de poder piramidal, en este sentido, han tocado
su propio límite.
El debate en el Senado deja para el análisis periodístico dos o tres
importantes conclusiones.
El papel determinante que por su ocupación territorial de la política
argentina ocupa la Unión Cívica Radical, papel que queda patentizado en
el alegato final de Ernesto Sanz, el senador mendocino, que resulta un
aporte fundamental a la pluralidad democrática de éste país. Ha
terminado, en consecuencia, la calamidad de la exasperación como
política de Estado.
Queda también para la anécdota la experiencia de Carlos “Chacho”
Álvarez. ¡Qué diferente hubiera sido la Argentina si el titubeante hoy
burócrata internacional, allá por 2000, en lugar de huir con la cola
entre las piernas para refugiarse en un bar porteño, le hubiera
planteado a la Alianza la necesidad del cambio!
No sé si Cobos es un ídolo nuevo, o una personalidad por descubrir. No
lo creo. Pero, efectivamente, revela la soledad evidente de un Gobierno
que ha terminado en definitiva, atrincherado en el poder del aparato
sindical -la CGT-, en el poder del aparato municipal -el conurbano
bonaerense-, y en la nomenclatura del Partido Justicialista.
Esa “concertación” con los radicales K ha terminado y queda una gran
tarea para 2009, de aquí en adelante: evitar la crisis institucional
–que no tiene por qué darse-, y abrir opciones. Porque sin cambio, sin
alternativa, la Argentina no tiene perspectivas ciertas.

PEPE ELIASCHEV

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