miércoles, 13 de agosto de 2008

LECTURA RECOMENDADA

Los partidos hacen la diferencia
En un buen funcionamiento democrático, el poder presidencial debe ser equilibrado por el Parlamento. Pero lo más decisivo es tener agrupaciones políticas con una relación eficaz con los electores y que colaboren con el Ejecutivo y los legisladores.
Por: Gianfranco Pasquino

El gobernante que probablemente muchos, equivocándose, ven como el más fuerte del mundo, o sea el presidente de los Estados Unidos de América, llega al término de su segundo mandato paralizado. Técnicamente, porque los demócratas tienen la mayoría tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado y además porque no puede ser reelecto. Bush se ha convertido en lo que se denomina un "pato rengo". Todavía le queda un poco de camino por recorrer, con mucho esfuerzo. Por desgracia, ya creó muchos problemas, incluso en el tejido civil estadounidense, pero, al final, los "checks and balances" del presidencialismo de Estados Unidos funcionaron. Su poder fue frenado y reequilibrado.

En el extremo opuesto se encuentra el caso italiano, siempre, y con razón, considerado un parlamentarismo inestable e ineficiente, con un sistema político fragmentado, con gobiernos de coalición atravesados por frecuentes y lacerantes conflictos. Después de las elecciones de abril de 2008, que otorgaron considerables mayorías parlamentarias a Berlusconi y a su partido, se formó un gobierno notablemente compacto y sólido, que decide y que parece ser demasiado fuerte, no sólo frente a una oposición un poco desorientada, sino también al Parlamento y a la opinión pública. En esta fase, si en Italia sigue habiendo poderes alternativos y contrabalanceados, éstos se encuentran en la Presidencia de la República, sobre todo gracias a la sabiduría, el prestigio político y la idoneidad institucional de Giorgio Napolitano, y en la Corte Constitucional.

Otro poder equilibrante, hasta ahora subestimado, pero significativo está representado por la Comisión Europea, y, en líneas más generales, por todas las instituciones europeas, en particular, el Parlamento y la Corte Europea de Justicia. Muchos, incluido el que suscribe, a menudo han puesto de relieve que, en realidad, el gobernante más poderoso del mundo era el primer ministro inglés porque es jefe del partido que ganó las elecciones y goza, por consiguiente, de una mayoría parlamentaria cohesionada y disciplinada.

El laborista Gordon Brown, lamentablemente para él, ha quedado muy debilitado, tanto por las elecciones complementarias - las perdió todas, lo cual demuestra hasta qué punto el consenso respecto de los laboristas ingleses se está reduciendo peligrosamente, como por las preocupaciones de los mismos parlamentarios laboristas por su futuro político. Como sucedió con la poderosísima Dama de Hierro Margaret Thatcher y con el aparentemente carismático Tony Blair, Brown corre el riesgo de que muy pronto su partido lo reemplace. Finalmente, hasta el presidente francés Sarkozy, pese a gozar de una amplia mayoría parlamentaria y de notables poderes de gobierno, debe ajustar cuentas con su opinión pública, que le perdió enormemente la confianza, y ya se ha visto obligado a reorientar algunas de sus decisiones políticas.

Por su parte, los sistemas presidenciales latinoamericanos siempre tuvieron problemas con sus Congresos (y con sus sistemas de partidos). Exceptuando a Chile, los resolvieron algunas veces con recursos de tipo populista que todavía parecen funcionar desde Venezuela a Bolivia, pero que no mejoran la calidad de la democracia y ni siquiera intentan hacerlo. También en Argentina, pese al poder excesivo de los peronistas y la enorme debilidad de la oposición, o, quizá, precisamente por esas razones, el problema más serio tiene que ver con la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo. Prescindiendo de recientes fenómenos concretos, en mi opinión es política y democráticamente acertado que los parlamentarios de la mayoría hagan valer, en algunos casos, su libertad de voto. Y sepan, luego, argumentar sus motivaciones y explicar sus comportamientos frente a los electores y a la opinión pública. Desde el punto de vista analítico, considerando la multiplicidad de los casos concretos y explícitos de parlamentarismos y presidencialismos, aunque entre sí muy diferentes, institucional y políticamente -no hay que olvidar nunca que las democracias parlamentarias escandinavas y anglosajonas funcionan en forma muy satisfactoria- no faltan los estudiosos que deploran sistemáticamente la existencia de una crisis de la democracia.

Es una afirmación que se repite con demasiada frecuencia y rara vez se especifica. No es la democracia, en cuanto conjunto complejo de estructuras institucionales y políticas lo que está en crisis. Al contrario, un poco en todas partes, cuando el Ejecutivo es controlado por el Parlamento (hasta los límites de su alejamiento y su sustitución), deberíamos no sólo alegrarnos sino subrayar que la democracia está funcionando. El elemento fundamental que deberíamos observar es el sistema de partidos.

Si los partidos funcionan, manteniendo una relación eficaz con los electores, entran en competencia abierta y, cada tanto, saben colaborar, tanto los presidencialismos como los parlamentarismos ofrecerán, según las capacidades de su clase política, un buen gobierno. Cuando los partidos son estructuras viejas, débiles, clientelistas, ni siquiera los más sólidos de los presidencialismos y los parlamentarismos probarán ser buenos. De todas maneras, construir y mantener partidos democráticos inteligentes es, casi en todas partes, una operación muy difícil, cada vez más complicada.

Copyright Clarín y Gianfranco Pasquino, 2008. Traducción de Cristina Sardoy

No hay comentarios: